La Decente colocación de la Santa Cruz, obra pequeña de 1625, contiene un tratado de los lugares donde se debe y donde no se debe poner el signo de la cruz. En este opúsculo, Jiménez Patón recoge lo dicho por Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, en 1568 en el Estatuto Sinodal, por el cual mandaba que “en los rincones ocasionados a las ordinarias necesidades, no se pintasen las cruces y que se borrasen las hechas”. También los monarcas Felipe III y IV, promulgaron edictos ordenando que se quitasen las cruces de todos los lugares indecentes. Quevedo, tenía por costumbre hacer sus necesidades corporales en un rincón de cierta fachada madrileña; la dueña de la casa, harta ya, colocó una cruz para alejar de aquel sitio la inmundicia, con la siguiente leyenda, en el lugar donde el escritor todas las noches a la misma hora echaba una meada: “Donde se ponen cruces, no se mea”. Cuando a la noche siguiente llegó allí Quevedo, pacientemente tachó aquellas letras, y grafitero e irreverente, pintó un poco más abajo: “Donde se mea, no se ponen cruces”.
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